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lunes, 23 de febrero de 2009

El principio de mi cuento mecedor.

Un cuento para grandes que alguna vez fueron chicos

…Huíamos.

El caballero me subió de un salto a su negro corcel y condujo por un sendero estrecho, montaña arriba. La sensación es haber flotado por momentos entre la bruma de aquel otoño fresco, color caramelo.

Recuerdo que sostenía mi mano dentro de la suya, enorme, rústica, cálida y la apoyaba en su pierna regalándome confianza; una isla de amabilidad dentro de un cuadro extremadamente hostil que retrataban las flechas que zumbaban a mi alrededor casi alcanzándome, casi hiriéndome de muerte.

Cerré los ojos con fuerza, con la intención de sellarlos para siempre y que la última imagen a llevarme fuera la de aquella espalda robusta rodeada por mis brazos desnudos y temerosos.
De repente, todo pareció evaporarse…

Cuando desperté, aún sobre el caballo y abrazando a mi protector, continuábamos colina arriba pero ya a paso lento y sin peligros a la vista. Las amenazas habían quedado atrás, muy lejos…

Pude ver la casita de madera y piedra entre el cabello color fuego del jinete que flameaba sobre ella, acompasado con el viento.
Estaba sostenida en ésa escondida ladera, frágil como una mariposa, posada en la montaña, inmóvil salvo por los jirones de humo que salían de su chimenea y caminaban hasta el cielo.

Todo lo que veía representaba el hogar, mi hogar, ese refugio de penas y corazones desdichados, sanando al ritmo de la creación. Ningún alma que estando allí contemplara las cuatro estaciones del año podría resistirse a la curación total, a ese bálsamo de silencio.

No recuerdo si me bajé del oscuro animal cansado o si mágicamente se transformó en mis zapatos porque mi caprichosa memoria me lleva casi ineludiblemente a la primera imagen que tuve de ella: yo estaba dentro de la casa ya, aún sin soltarle la mano a mi gallardo salvador cuando la vi…
Enorme, meciéndose en aquella silla resquebrajada que se quejaba con ruido a mimbre disfrazado con las vueltas de tejido que pendían de aquellas largas agujas.

Tenía el pelo color tormenta, suspendido en un rodete y las ropas largas y holgadas cobijando su añejo ser. Sus ojos de tierra profunda inundaban los míos, fijamente, de tanto en tanto. Mientras, mi mano quedó repentinamente chica dentro de la del hombre que la sostenía y cayó rumbo al suelo obedeciendo a la gravedad, detenida un metro antes por encontrarse con mi pelo para enrularlo.

Así, mi mano, mi pelo y yo, volteamos hacia él lentamente buscando permiso. Atorados los tres, tironeando su pantalón, insistentes, le arrancamos una sonrisa y un vaivén de cabeza que indicaba aceptación.

Volví a mirarla entonces… tejía, sonreía y me miraba cuando acababa una vuelta con esos ojos de pantano con el cielo despejado.
¡Cómo recuerdo esos ojos!

De pronto pude sentir su amor y me atemorizó un poco… sus manos calmas, su vientre templado y su paciencia. Había estado esperándome en silencio todo este tiempo y yo ignorándolo por completo.

Sentí que me inundó la locura y el deseo de quedarme yaciendo en siesta perpetua, con mi pequeño cuerpo sin dolencias y mis nuevas manitas de espuma. Justo allí, entre los puntos incorruptibles de esa bufanda color púrpura, aletargando mis tiernos años hasta el punto de no caber más en su regazo.

Sentada con mí cabecita sobre el pecho de la anciana, hilando marionetas con su salto de cama que provocaba cosquillas en mi frente. Respirando profundamente cada vez que podía para retener ese perfume a vida transcurrida, mezclado con jazmines. Esa frescura de sendero, esa luz tenue de atardecer perezoso.

Mis pies jugaban con el ruedo del vestido, chapoteando en la puntilla, mientras bailaban la canción que yo tarareaba y no recuerdo.

Mis ojos parpadeaban al compás de las flautas, agitándose con pestañas inquietas y párpados casi abnegados de cansancio.

El caballero esperaba y espera… siempre…

A través de la ventana, el sendero recortado, despoblado, ávido de pies cansados…

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