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jueves, 30 de enero de 2014

“Niña”.

Inundada en tus ojos siento que la vida tiene motivos, tiene caminos, tiene timón y tiene viraje.

Con vos, nena mía, soy yo.
Somos el universo y el cielo nos bendice con chispas naranjas con olor a miel.
Tus miradas cómplices me impulsan.
Vos en mi panza jugando a la ronda y las mariposas de Creta revolotean sobre los charcos, al costado del camino.
Y así, como si hasta entonces el silencio hubiera sido tu elección, me hablaste en respuesta a mis pensamientos. Te escuché atentamente y supe que ninguna lluvia sería capaz ya de atrevérsele a mis huesos.
Juntas, vos y yo, caminando iluminadas bajo un delicioso sol de otoño.
Tu pregunta me dejó inmóvil y temerosa unos segundos hasta que una calma infinita me colmó el alma.
No sabía que hacer, como de costumbre, pero esta vez el no saber era bienvenido. La duda venía a sanar mis heridas de acartonada certidumbre perecedera, embotellada por años. Adiós a las respuestas automáticas y sentenciantes.
Sentí alivio.
Escuchar mi voz recortada del pasado, llena de frases obvias me dan fastidio.
Aún cuando sé que ellas mismas me trajeron hasta aquí… mis propias huellas indelebles que conducen a mis pies.
Y ahora: abriré el camino con mis pasos aunque el suelo me de ortigas… Lo único que le ruego a Diosito es que me agarren con zapatos!!!!

Darle zapatos a la vida, entonces!!

Nadie me corre, nadie me asecha ya.
Los cucos se jubilaron, ya no trabajan más.
El viejo de la bolsa no viene más por acá, se lo ha visto por Jujuy... lejos, muy lejos está.
Estamos las dos solitas, mi vida, y en gustosa compañía.
No temas, ya no temo.
Duerme pequeña, duerme, que mamá te vela el sueño.
La noche cae mansa y emocionada.
Las estrellas me ayudan a mecerte.
La luna nos sonríe.
Duerme pequeña, duerme.

Todavía no sé adonde pero voy a llevarte.
(dedicada a mi hija en su primer año de vida -abril de 2013)

miércoles, 8 de agosto de 2012

Cómo no morir de amor si me miran así...

miércoles, 13 de junio de 2012

Ahora que la tengo en los brazos, la recuerdo allí, donde era un pez en medio del océano, pero no uno sediento de esos que andamos por aquí, un pez que se sabía pez en medio del mar y nadaba como tal.

lunes, 5 de diciembre de 2011

martes, 12 de julio de 2011

Las manos de María y las lilas del alma

Lilas. Hermoso crisol.
El color que deslumbra mis sentidos.
Lila y Violeta.
Azules.
Color de piedra preciosa.
De gema, de mil brillos.

Los lilas tiñen tejados y los sueños bostezan al caer la tarde porque allí despiertan y se disfrazan con galas; salen a conquistar soñadores y se aquerencian en sus almas para no irse jamás.
Pueblo de sueños rotos y tejados rojizos: ¿que quieres de mí?!


El muelle aloja a los pescadores recién llegados, uno a uno, como una madre a su niño en su falda.
Brillan las pupilas de los enamorados, arden las alianzas de las viudas que añoran a sus náufragos, queman en la piel las promesas inconclusas.
Las manos de María trabajan en el pan mientras un par de niños, aferrados a su delantal, jalan de su paciencia.

-No teman –les dice- La noche no sabe tanto de monstruos como de estrellas. El sol volverá mañana –agrega-

Uno de ellos persiste ceñido como si el delantal de su madre fuese una capa invisible que lo ayuda a desaparecer del mundo que lo intimida.

La niña, con más arrojo, se sube a un taburete para alcanzar los ojos de María y poder mirarlos profundamente, como buceando en ellos con los suyos, de un infinito verde pantano.

Agita las pestañas advirtiendo que va a increparla y por fin dice:

-Dime mamá, ¿por qué entonces los fantasmas se pasean por las noches más oscuras como “Pancho por su casa”? ¿Cómo hago para no temerle a los ruidos cuándo no puedo ver de donde vienen?

María sonrió con infinita ternura como besándole con la mirada las mejillas regordetas y coloradas por el calor que emanaba del horno de barro. Tratando de apaciguar las ansias de la niña, le dijo:

-Es que estás mirando con los ojos equivocados, Lila. Debes mirar a la noche con los ojos del alma y así ningún fantasma podrá disfrazarse de grillo. Ninguno osará engañarte porque la mirada del alma enternece a las ánimas y las conduce a la luz, guiadas por ángeles.

La niña quedó en silencio. Su pequeña ceja se erguía con una pizca de desconfianza pero la respuesta casi la convencía y no merecía ningún comentario apresurado. Además, su madre lo sabía todo y nunca le había mentido, pensó. Tal vez si se esforzara, esa noche podría mirar la negrura de su manto con los ojos del alma y entonces… de repente, no supo dónde encontrarlos y presurosa, mientras su madre ya dejaba reposar la masa, le preguntó:

-¿Cómo abro los ojos del alma, mamá?

María, que cargaba al niño en brazos para calmarlo, sintió el cansancio punzándole la cintura y se encontró muy sola. Como soltando un suspiro infinito respondió:

-Sólo tú puedes sentir tus propios ojitos, bien cerca del corazón. Se abren con los lindos pensamientos.

Lila entendió el fastidio de su madre aún cuando ella nunca dejó de hablarle amablemente. Decidió entonces dejar de preguntarle; ya tenía mucho para pensar.
Salió a la galería. El frío soplaba desde el mar y el aire se sentía húmedo, rebosante de diminutas gotas que se derretían con el calor de su piel tersa y nueva.
Los grillos le daban un concierto a la luna y las estrellas bailaban, divertidas y regordetas.
Don Nicanor juntaba algo de leña bosque adentro y Doña Juana estaba fumando su enorme pipa en el banco de madera a la vera de un pino viejo.
Todo la maravillaba aquella noche.
Los jirones de humo que salían de las chimeneas ya no eran monstruos feroces sino manos gentiles acariciando el cielo.
De pronto entendió lo que su madre le había dicho: nunca antes había encontrado tanta belleza en aquel paisaje tan ordinario y familiar. Siempre había temido estar sola en la galería.
El hacha de Don Nicanor ya no parecía tan feroz y las arrugas de Doña Juana jamás le habían causado tanta ternura como ahora.
Supo de inmediato que estaba mirando a través de los ojos del alma y pudo sentir muy cerca de su corazón las cosquillas de sus pestañas.

domingo, 17 de abril de 2011

martes, 30 de noviembre de 2010

Una mujer, un camino y un sombrero...

Aquí estoy para hacer eso que quiero hacer –pensaba Clara una y otra vez desde aquella ventanilla salpicada por una típica llovizna primaveral de gotas gruesas y roncas-
El micro de la plataforma que estaba al lado salía lentamente, despidiéndose de la estación y ella no pudo evitar pensar lo tristes que eran aquellos lugares colmados de “adioses” y lágrimas agridulces.

La luna del amanecer, adolescente e insensata, parecía una perla brillante camuflada en un estuche de terciopelo gris.
El movimiento abrupto de la marcha del colectivo la sobresaltó y al unísono la esperanza le punzó el estómago, haciéndola temblar.

Tal vez pudiera volver a empezar…
Barajar y dar de nuevo… de eso se trata la vida.

El pasaje con la punta recortada estaba en su bolso de mano, perdido entre las últimas cosas que arrancó de su departamento y no entraron en la valija.
Su computadora portátil, en su falda, encendida, instándola.
No podía conciliar una sola línea desde hacía semanas, meses…

La decisión de mudarse a aquel pueblo tranquilo y despoblado no había sido fácil pero sí repentina. Desde mucho tiempo atrás había necesitado alejarse, moverse, encontrar perspectiva pero durante mucho tiempo había estado sumergido en una inercia somnolienta e infeliz hasta que un día, de repente y en el medio de una urbe intoxicada de ansiedad y malos tratos, sacó un pasaje hacia un lugar que solo conocía de nombre y alguna que otra referencia.

De pronto se sintió muy cansada. Un sueño indomable colmó sus párpados y tuvo que entregarse a él ni bien su transporte tomó la ruta.
La acunaron unos segundos el movimiento tambaleante del colectivo y los olores que desde el campo se filtraban por el aire acondicionado.
Cuando dejó de llover ya no estaba despierta.
Aún cuando sintió el frío y el desamparo de no tener quien la cubra con la campera, no pudo despertarse.
Así, de manera intermitente, comenzó a soñar y los sueños se apelotonaron uno detrás de otro en su inconciente como fanáticos en la puerta de un estadio.

Llaves y cerrojos… abrir y cerrar… Una cerradura se reiteraba en flashes de luz blanquecina e incandescente… La frecuencia incansable de los resplandores sin que la puerta se abra… ruido de cadenas y cerrojos… Desesperación por abrir y a la vez lentitud, falta de fuerza, manos torpes…

Despertó de un cabezazo cuando se detuvieron en el peaje. A su alrededor nadie parecía haber notado su arrebato. Cada uno en lo suyo… “A cada uno lo suyo”, recordó vagamente esa definición de justicia distributiva aprendida en una clase perdida de filosofía del derecho en la facultad.
Nadie dejó de hacer lo que venía haciendo y eso la alivió porque necesitaba el anonimato de la indiferencia.

Respiró hondo y cerró los ojos. Tal vez entonces pudiera conciliar un sueño más calmo, más reconfortante, diferente a los que, desesperantes y sinsentido, se habían apoderado de sus noches y sus siestas, últimamente.

Había dejado todo atrás: cerró sus cuentas, embaló sus muebles, rescindió el contrato de alquiler, juntó sus cosas… cuántas cosas y a la vez tan poco.
No dejar rastro ni deudas. Nadie correría tras ella, nadie la extrañaría demasiado.

Abrió sus ojos resignada. Su frecuente dolor de cabeza había empezado a treparle por la espalda hasta ceñirse de sus sienes con furia.
Trató de elongar su cuello a sabiendas de que no se aliviaría, con un esfuerzo repetido e inventado para confortar sus músculos faltos de movimiento, y fue entonces cuando lo descubrió.

Aquel sombrero de ala ancha que sobresalía del respaldo de la butaca, cinco asientos más adelante –lo contó dos veces para estar segura y luego se sonrojó por la inutilidad del dato- Recordó entonces pesadamente la cantidad de cosas que había tirado para aligerar la mudanza; cosas colectadas y atesoradas sin sentido que jamás servirían para nada.
Volvió al sombrero: llamativo, enigmático, coronando una cabeza quieta pero notablemente despierta. La curiosidad la invadió quitándole protagonismo a la jaqueca pero sintió una inmediata frustración al no encontrar una excusa lógica para caminar pasillo arriba en el micro.
¿Cuánto faltaría para la próxima parada?

Tomó su notebook y comenzó a dibujar algunas líneas, las primeras después de tanto tiempo.
Millones de hipótesis alimentaron su fantasía…
Tal vez en algún aeropuerto privado un avión esté esperando al misterioso espía que despista a sus persecutores viajando por tierra. Tal vez sólo es un amante herido de otra época, errante y atascado en estos tiempos…

Sintió nuevamente cómo el cansancio le punzaba la frente.
Reclinó su asiento.
Esta vez el sueño fue profundo. Su corazón latía suavemente acompasado con una respiración tranquila: no había pesadillas en la mira…


La intensa luz del mediodía le calentó los párpados y despertó aclarando la mirada, pestañeando lentamente, con los ojos perezosos.
El colectivo estaba totalmente detenido y los pasajeros lo estaban desalojando ansiosos: era la parada de mitad de viaje en una estación perdida en el medio del universo; pudo ver como un brote de pasajeros, correteando de un lado a otro de la vereda alta y antigua del lugar, hacían trasbordo y estiraban sus piernas.

Recordó el sombrero de ala ancha y se levantó bruscamente. Ya no estaba.
Agrupó sus pertenencias y corrió como pudo por el pasillito estrecho del vehículo hasta el asiento dónde horas atrás lo había visto.
El sombrero estaba apoyado, sólo, en la butaca.

Ya nadie quedaba allí…

Recorrió entonces, apesadumbrada, lo que restaba del estrecho corredor hasta la puerta, bajó del ómnibus. El sol secaba lentamente la humedad nutricia y fresca del ambiente.
Caminaba apaciblemente hasta el bar del parador –necesitaba un café- cuando sintió los pasos inquietos de alguien a su espalda, como queriendo alcanzarla. Se dio vuelta y vio al chofer con el sombrero en la mano…

-Señora, no se olvide su sombrero- dijo el muchacho extendiendo la mano, acercándoselo.
Quiso contestar que no era suyo, que tendría que vivir con la intriga de desconocer a su interesante dueño pero el joven no le dio tiempo: dejó el sombrero en sus manos junto a un vaivén de explicaciones innecesarias acerca del triste destino de los objetos perdidos en la compañía de larga distancia y se fue.

Ahora era suyo.

Con una sonrisa liviana se sentó en una mesita alejada de aquél bar antiguo, a la vera de un café cargado y junto a su nuevo sombrero, encendió su computadora y comenzó a escribir.