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martes, 30 de noviembre de 2010

Una mujer, un camino y un sombrero...

Aquí estoy para hacer eso que quiero hacer –pensaba Clara una y otra vez desde aquella ventanilla salpicada por una típica llovizna primaveral de gotas gruesas y roncas-
El micro de la plataforma que estaba al lado salía lentamente, despidiéndose de la estación y ella no pudo evitar pensar lo tristes que eran aquellos lugares colmados de “adioses” y lágrimas agridulces.

La luna del amanecer, adolescente e insensata, parecía una perla brillante camuflada en un estuche de terciopelo gris.
El movimiento abrupto de la marcha del colectivo la sobresaltó y al unísono la esperanza le punzó el estómago, haciéndola temblar.

Tal vez pudiera volver a empezar…
Barajar y dar de nuevo… de eso se trata la vida.

El pasaje con la punta recortada estaba en su bolso de mano, perdido entre las últimas cosas que arrancó de su departamento y no entraron en la valija.
Su computadora portátil, en su falda, encendida, instándola.
No podía conciliar una sola línea desde hacía semanas, meses…

La decisión de mudarse a aquel pueblo tranquilo y despoblado no había sido fácil pero sí repentina. Desde mucho tiempo atrás había necesitado alejarse, moverse, encontrar perspectiva pero durante mucho tiempo había estado sumergido en una inercia somnolienta e infeliz hasta que un día, de repente y en el medio de una urbe intoxicada de ansiedad y malos tratos, sacó un pasaje hacia un lugar que solo conocía de nombre y alguna que otra referencia.

De pronto se sintió muy cansada. Un sueño indomable colmó sus párpados y tuvo que entregarse a él ni bien su transporte tomó la ruta.
La acunaron unos segundos el movimiento tambaleante del colectivo y los olores que desde el campo se filtraban por el aire acondicionado.
Cuando dejó de llover ya no estaba despierta.
Aún cuando sintió el frío y el desamparo de no tener quien la cubra con la campera, no pudo despertarse.
Así, de manera intermitente, comenzó a soñar y los sueños se apelotonaron uno detrás de otro en su inconciente como fanáticos en la puerta de un estadio.

Llaves y cerrojos… abrir y cerrar… Una cerradura se reiteraba en flashes de luz blanquecina e incandescente… La frecuencia incansable de los resplandores sin que la puerta se abra… ruido de cadenas y cerrojos… Desesperación por abrir y a la vez lentitud, falta de fuerza, manos torpes…

Despertó de un cabezazo cuando se detuvieron en el peaje. A su alrededor nadie parecía haber notado su arrebato. Cada uno en lo suyo… “A cada uno lo suyo”, recordó vagamente esa definición de justicia distributiva aprendida en una clase perdida de filosofía del derecho en la facultad.
Nadie dejó de hacer lo que venía haciendo y eso la alivió porque necesitaba el anonimato de la indiferencia.

Respiró hondo y cerró los ojos. Tal vez entonces pudiera conciliar un sueño más calmo, más reconfortante, diferente a los que, desesperantes y sinsentido, se habían apoderado de sus noches y sus siestas, últimamente.

Había dejado todo atrás: cerró sus cuentas, embaló sus muebles, rescindió el contrato de alquiler, juntó sus cosas… cuántas cosas y a la vez tan poco.
No dejar rastro ni deudas. Nadie correría tras ella, nadie la extrañaría demasiado.

Abrió sus ojos resignada. Su frecuente dolor de cabeza había empezado a treparle por la espalda hasta ceñirse de sus sienes con furia.
Trató de elongar su cuello a sabiendas de que no se aliviaría, con un esfuerzo repetido e inventado para confortar sus músculos faltos de movimiento, y fue entonces cuando lo descubrió.

Aquel sombrero de ala ancha que sobresalía del respaldo de la butaca, cinco asientos más adelante –lo contó dos veces para estar segura y luego se sonrojó por la inutilidad del dato- Recordó entonces pesadamente la cantidad de cosas que había tirado para aligerar la mudanza; cosas colectadas y atesoradas sin sentido que jamás servirían para nada.
Volvió al sombrero: llamativo, enigmático, coronando una cabeza quieta pero notablemente despierta. La curiosidad la invadió quitándole protagonismo a la jaqueca pero sintió una inmediata frustración al no encontrar una excusa lógica para caminar pasillo arriba en el micro.
¿Cuánto faltaría para la próxima parada?

Tomó su notebook y comenzó a dibujar algunas líneas, las primeras después de tanto tiempo.
Millones de hipótesis alimentaron su fantasía…
Tal vez en algún aeropuerto privado un avión esté esperando al misterioso espía que despista a sus persecutores viajando por tierra. Tal vez sólo es un amante herido de otra época, errante y atascado en estos tiempos…

Sintió nuevamente cómo el cansancio le punzaba la frente.
Reclinó su asiento.
Esta vez el sueño fue profundo. Su corazón latía suavemente acompasado con una respiración tranquila: no había pesadillas en la mira…


La intensa luz del mediodía le calentó los párpados y despertó aclarando la mirada, pestañeando lentamente, con los ojos perezosos.
El colectivo estaba totalmente detenido y los pasajeros lo estaban desalojando ansiosos: era la parada de mitad de viaje en una estación perdida en el medio del universo; pudo ver como un brote de pasajeros, correteando de un lado a otro de la vereda alta y antigua del lugar, hacían trasbordo y estiraban sus piernas.

Recordó el sombrero de ala ancha y se levantó bruscamente. Ya no estaba.
Agrupó sus pertenencias y corrió como pudo por el pasillito estrecho del vehículo hasta el asiento dónde horas atrás lo había visto.
El sombrero estaba apoyado, sólo, en la butaca.

Ya nadie quedaba allí…

Recorrió entonces, apesadumbrada, lo que restaba del estrecho corredor hasta la puerta, bajó del ómnibus. El sol secaba lentamente la humedad nutricia y fresca del ambiente.
Caminaba apaciblemente hasta el bar del parador –necesitaba un café- cuando sintió los pasos inquietos de alguien a su espalda, como queriendo alcanzarla. Se dio vuelta y vio al chofer con el sombrero en la mano…

-Señora, no se olvide su sombrero- dijo el muchacho extendiendo la mano, acercándoselo.
Quiso contestar que no era suyo, que tendría que vivir con la intriga de desconocer a su interesante dueño pero el joven no le dio tiempo: dejó el sombrero en sus manos junto a un vaivén de explicaciones innecesarias acerca del triste destino de los objetos perdidos en la compañía de larga distancia y se fue.

Ahora era suyo.

Con una sonrisa liviana se sentó en una mesita alejada de aquél bar antiguo, a la vera de un café cargado y junto a su nuevo sombrero, encendió su computadora y comenzó a escribir.

lunes, 20 de septiembre de 2010

La bruma

Un adiós simple.
Común, ordinario, áspero.
Sin preámbulos, ni adornos; sin acentos ni esmero.
Así. Casi mediocre.
Tajante, seco. También así.

Como dos extraños que se cruzan en una esquina y se miran y en silencio, al unísono, piensan “hasta nunca”.

No nos recuerdo siendo dos.

No hay imágenes que vengan en mi auxilio para ilustrarme el pasado.
Sólo nubes confusas, en una sepia soñolienta y gastada.
Un deja vú efímero. Olvidable.

Somos dos para olvidarse, descartarse.

No hay nada que nos rememore ni nadie que nos recuerde.

Entonces un día cualquiera, unos anillos de humo me saben de repente muy amargos y recuerdo los tuyos, aquella tarde, en aquél bar.
Y me confundo hasta que recuerdo de una estampida aquel día de lluvia…
Pero pasa sin escalas en mi mente, con la velocidad de un tren ensordecedor, sin detalles.
El remanente es, entonces, el gusto amargo de los jirones redondeados saliendo ahora de una boca extraña y el estómago vacilante.

¡Cuántos días como esos el cuerpo sigue viviendo y el alma lo acompaña como un niño colgado de la mano de su madre apurada, dando saltitos para no perder el paso!

Y seguimos, y sigo, y seguís…

Y la vida es linda, más por convicción que por tratarse de una verdad científica.

¡Tanto tiempo sin verte y la vida se pasa en días, amontonados, a borbotones, formando meses, dibujando años!

Pasan las líneas como soldados y las páginas se escriben solas aún cuando soltamos la pluma del cansancio.

Nuestros libros no son tal… apenas retazos de papel que apuntan las ideas sostenidos con alfileres oxidados y baratos…

Borradores escritos una y otra vez. Una y otra vez.
Todos esparcidos y revueltos sobre una mesa gigante con la posibilidad latente de ser mariposa y salir volando…

¡Ánimo! Que aún no nos tallan en piedra… todavía se cuentan las canas.

Tal vez lo que en definitiva quede en la roca no sean tus anillos de humo coronando otra boca…
Quizá sea mi nombre y mi risa… mi rostro, por que no, mi frase preferida.
Tal vez aquello que se parece a mi alma…
Quizá mis manos, probablemente mi pluma.

Definitivamente mis ojos, indudablemente la bruma.

miércoles, 11 de agosto de 2010

miércoles, 9 de junio de 2010

El dueño de mi desvelo

Me desperté gritando. Desconsolada.
Las lágrimas trepaban a borbotones por los pliegues de mis labios que las recibían, saladas y ásperas como la noche.
Vos dormías a mi lado, apacible y con respiración tenue; no habías muerto y aún así la congoja me ahogaba, apretando mi garganta con tenazas de angustia y desconsuelo.

Soñé que no estaba soñando y vos morías…
Te despedías de mí con una mirada larga y apenada como la de un niño al que el viento le roba un barrilete recién remontado; y yo a tu lado, incapaz de salvarte, de vengarte, de recuperar tu aliento.
Nadie corrió a mi auxilio: qué solos quedan los deudos con sus muertos… qué solos!

Tuve ganas, entonces, de abrazar tu vida y festejarla, pero me contuve: posiblemente te asustarías y necesitabas dormir en aquellas vísperas de un duro día de trabajo.
Besé tus sienes suavemente dejándote una lágrima calcada en tu ceja, y sonreíste dormido como una criatura mientras la acunan.
Las lágrimas seguían brotando de mis ojos, alternando pena y emoción, como un manantial incontenible, inundando el hilo de voz de mi conciencia mientras millones de palabras se apelotonaban en mi pecho.
Me levanté, como pude, y arrastrando mi ser como un saco viejo y polvoriento llegué a la cocina con ganas de soltar la congoja para que estalle en el aire como un aplauso cerrado y contenido.

No pude. No quise. No me atreví.

Se había instalado en mi alma la sensación de haberte perdido como una mariposa con sus alas rotas aleteando sobre mis pulmones, batiéndolas hasta el cansancio pesado e invalidante.
Como una película de mal gusto, mi mente repetía una y mil veces la imagen de tus ojos verde pantano apagándose frente a mí.
Y yo moría con vos, cada vez…
Cada vez.

Volví a la cama y me acurruqué a tu lado, doblada como una servilleta, tocando tu mejilla con la punta helada de mi nariz, respirando profundamente, sintiendo el perfume de tu piel, escuchando tus latidos.
Solo así pude conciliar el sueño.

Al otro día me sentía rota de cansancio y vos amaneciste con tu sonrisa de siempre y la bondad nadando en tus pupilas, esas que me esclavizan, me subyugan, me delatan.
Te amé por eso.
Y por untar mis tostadas y regalarme ese beso breve y anónimo al despedirte.

Te amo, además, porque zurcís con infinita paciencia mis malhumores frecuentes y los remiendas con pitucones cuando ajan nuestro diario transcurrir.
Y te amo “aún peor” cuando escuchas mi llanto y no pronuncias palabra para no interrumpirlo con consuelos vanos, y acaricias mi espalda y me cubrís el alma con una tibia manta.
Pero sobre todo te amo porque me amas en mis rarezas y me decís “auténtica” mientras me contemplas con una ternura infinita.

Antes de cerrar la puerta, aquella mañana, hiciste un chiste que no recuerdo y yo te devolví una mueca seca y antipática, incapaz de revelarte los secretos de la mariposa rota.
Sonreíste y te fuiste tranquilo.
Yo me quedé sobre mis matutinas páginas, amasando un nuevo día, sola, saldando cuentas conmigo.

lunes, 3 de mayo de 2010

Los ojos de María

Uno empieza a parecerse a su alma.
Yo empiezo a parecerme a mi alma, vos a la tuya y ella a la suya.

María había salido al mundo, aquel día como cualquier otro, con una tristeza insípida y deshidratada clavada en la garganta. No estaba segura si se trataba de un mal sueño olvidado o algo que había pasado realmente, de esas cosas que la automaticidad de lo cotidiano no registra.
Empezó así a revisar su semana, su mes, su año, su vida, como quien busca monedas en un bolso repleto.
Era, tal vez, la menor de tres hermanas y su vida había sido, hasta entonces bastante lineal. Buena estudiante, buena hija, buena esposa, buena madre; no tenía, digamos, ningún “regular” ni tampoco “excelentes”.
Había estado caminando por la vida por el sendero pequeño que la recorría de costado, como espectadora de sí misma. Todo fue sucediendo, se dice tal vez, producto de la inercia del devenir de los días. Por momentos creía que no había tenido especial intervención en ninguno de los eventos que se le colaban ahora, caprichosos, en su memoria intermitente; o al menos eso contaban las arrugas que besaban sus ojos y el entrecejo constipado.
Recordó de pronto aquel fuego volcánico que tiempo atrás supo quemarla por dentro y por eso se estremeció refregándose los brazos por encima de su piloto gris.
Cuánto hacía que no sentía pasión por vivir!

Todos “vivimos”, de alguna u otra manera: respiramos, caminamos, nos relacionamos… pero la pasión por la vida es otra cosa, patrimonio de algunos pocos. María no era precisamente un ejemplo de esa minoría; nunca pudo esculpir su vida con ese fuego interno sino que apenas se animó a dar pinceladas lánguidas con alguna pintura mate, casi translúcida.

“Pasión por la vida”. Disfrutar cada segundo como la última cucharada de dulce de leche que nos regala un pote, agazapados en la oscuridad de la cocina, de madrugada, alumbrándonos con la tenue luz que se cuela por la pequeña abertura de la heladera. Hablo de eso, de fuego, de alma.
De intentarlo o morir en el intento.

Quiero intentarlo.
Enamorarme de los segundos como de las gotas de lluvia de un verano seco.
Es posible.
Lo que María sueña y ella, yo y algunos más buscamos, existe.
Vivir libre e intensamente como si esta vida fuera la única, “fingiendo” que no tenemos varias vidas como un gato. Porque así somos… sabiendo que no existe bis, no podemos con ella.

María cree –posiblemente está convencida- que está anestesiada. Que su cuerpo no le pertenece más, que perdió su control hace años, que él se mueve en forma autónoma, en automático, entrenado para no gozar. Armado con hostilidad y fastidio. Despotricante compulsivo.
Y ella, chiquita, acurrucada en un rincón de su alma, inmóvil, aterrada… mira y mira a todos pasar y sufre en silencio o cree que sufre porque no siente dolor (recordemos que está anestesiada).
Pero así y todo se pregunta por qué.
Y me pregunta a mí sin esbozar palabra, con una mirada húmeda y desesperada. Y yo tengo ganas de decirle “anímate mujer, vive, eres tú la protagonista de tu vida” pero no la conozco y entonces la dejo pasar con esos ojos que no olvido.

¿Cuántos ojos de angustia como los de María conozco? Tantos. Tantas almas cautivas, viejas pendencieras devenidas en inválidas, mudas, sordas. Ciegas también.

Y uno empieza a parecerse a su alma.

Y todos caminamos distraídos por las calles repletas de gente y nos ignoramos hasta que encontramos, recortados en una esquina, ojos como los de María que quedan tatuados en la memoria como abrojos prendidos en las medias de un niño que juega descalzo en una cancha de fútbol despoblada, sin jugadores ni hinchada.

Los ojos de María me recuerdan a los míos y muero de ganas, entonces, por liberar el alma y rápido me convenzo que es una quimera y me frustro y recuerdo a María y quiero rescatarnos, delineándose así mi misión como si se tratara de una solidaridad heredada, implícita en el género, incuestionable, inaccesible.

Así, errante guerrera, camino la vida.
Aguerrida, batallada.
Con 32 otoños en mi haber, los ojos de María en mi estandarte y las ganas contenidas en la garganta.

Grito, zapateo… gano, pierdo.

No hay meta, sólo camino infinito que no se detiene ni por mi cuerpo; sigo más allá, trascendiéndolo y cuando vuelvo a él me siento presa.
Cautiva detrás de los ojos de María que son cárcel como los míos y los de todos.
Recuerdo a tantos gritando por libertad enredados en las líneas extensas de los libros de historia, ignorando sus limitaciones y sus pretendidas falsas conquistas.
Así, vuelo con mi imaginación para liberar el alma, alto, muy alto. Puedo entonces nadar sin recuperar el aliento; no necesito dormir ni dar largos testimonios ni reivindicarme.
Simplemente vuelo y bailo con otros en el aire… somos libres y los ojos de María se vuelven un sutil recuerdo poco nítido hasta que otra vez me topo con ellos y me encarcelan, me subyugan, me envenenan…
Ojos húmedos y constelados como una noche infinita, entonces vuelvo a mi cárcel como todos. Como todos.
Como todos.

De pronto María me habla y me dice: “¿Me da permiso, por favor?” Y yo no sé que hacer! Nunca antes un carcelero me había pedido permiso. A los segundos (más de los esperados en una situación así) los ojos de María se tornan desconfiados, inquisidores, malhablados. Ella no pronuncia palabra pero su cuerpo y sus ojos (especialmente sus ojos) me empujan para pasar a pesar de mi falta de respuesta.
Y yo (cautiva por la inactividad de mi cuerpo) murmuro “Disculpe” y ella pasa, mirándome inexpresiva ahora, sin tomar mis disculpas, dejándolas tiradas en la esquina, junto a un charco de agua sucia.

María se va.
Yo me quedo… con mis disculpas, el agua sucia y mi alma presa.

sábado, 20 de marzo de 2010

Industria petalúrgica

Los obreros de aquella fábrica de papel no daban crédito a lo que veían: aquel pedido, que garantizaría su fuente de trabajo en esa empresa familiar con pretensiones de expansión, completamente arruinado frente a sus ojos.

Tanta cantidad de papel manchado, desbaratado… La desazón, la sospecha de boicot, el odio a la tecnología recientemente implementada, las caras abatidas; todo ello pintaba el escenario de aquel lugar.

El dueño decidió que la jornada laboral terminara antes de tiempo para quedarse sólo en su fábrica con la producción malograda y la bruma gris de un día para olvidar. Pensó por un momento que su abuelo, quien fuera el fundador, se sentiría defraudado por su irresponsabilidad.

De pronto el universo se congeló.
El reloj dejó de latir y la tiranía de sus agujas abdicó el trono del tiempo.
Sólo sentía sus propias pulsaciones retumbando en el planeta como si fueran las únicas.

Miró el producido de meses de trabajo y fortuna de inversión y como quien despierta de una pesadilla sintió el alivio de razonar que lo que lo preocupaba era una fantasía ilusoria.
¿Por qué pensar en lo acaecido como el estrecho borde de un precipicio cuyas rocas están tentadas de colapsar? ¿Por qué creer que aquellas manchas color café y aquellos signos de lenguaje ignoto inutilizaban cruelmente las páginas emitidas por las nuevas maquinarias? ¿Quién las juzgaría de inútiles? ¿Dónde estaba escrito? ¿A quién realmente le importaba?

Aquellas marcas turbias podrían satisfacer los ojos que se empeñaban en ver más allá. Lo que la mancha esconde, lo que está detrás, lo que subyace, lo que resalta, lo que grita, lo que solloza, lo que muestra sin echar mano a la efímera y superflua apariencia primaria.

¿Quién inventó la blancura del papel? ¿Qué tirano decidió congelarlo en aquella exigencia tan poco natural? ¿Por qué juzgar el lenguaje con la soberbia del erudito? ¿Qué opinarían los animales mi habla si tan siquiera les interesara detenerse a escucharme?

Los interrogantes giraban alrededor del hombre aturdiéndolo, trascendiendo su terrena existencia, como ecos de montaña colgados de algún paisaje; así, pronto comprendió que nada –absolutamente nada- de lo que lo preocupaba en su mundano viaje por la vida hacía tan sólo minutos atrás, era importante.
Minutos u horas o nada porque el tiempo ya no marchaba.

De pronto las manchas y los signos comenzaron a mostrarse con el misterio que lo haría la receta de la pócima de la vida eterna.

Lejos de querer entender el mensaje críptico que contenían, se detuvo a admirar a los personajes que nacían del vientre de aquellas cicatrices de papel.
Y pudo ver…

…Una feliz anciana respirando sus últimas gotas de aire en la galería de madera de su casa de campo. Con la mano derecha sostenía un bastón que le recordaba el cansancio de sus vértebras a cada paso. Sus cabellos plateados se sostenían enmarañados en un rodete enorme. Aquella longeva mujer sin rostro se esforzaba por llegar a encontrarse con sus nietos que corrían, sonriendo y gritando. Sin poder lograrlo, trastabilló y cayó al suelo, despidiéndose…

Lo sorprendió que no hubiera ni un solo dejo de tragedia en la imagen sino nubes de felicidad.

Luego…nada. Se disipó la postal como la pintura que recibe una gota de agua. Entonces comenzó a buscar más imágenes con la desesperación de un sabueso hacia su presa. Fijó la vista en otra mancha de color más oscuro que posaba sobre una pieza de papel unos estantes más abajo y la puerta se abrió…

…Una plaza con hamacas y los chirridos de sus cadenas faltas de aceite. A lo lejos, una niña vestida con túnicas blancas yacía parada junto a ellas, con su cabello renegrido y largo sobre su rostro, cubriéndolo…
Sintió el escalofrío que presagia una desgracia; aquella niña parecía un monstruo oscuro y endemoniado pero no podía dejar de acercase a ella para ver más…

…Él buscándola con sus manos y cuando creyó tocarla, la niña giró sobre sí y corrió lejos, regalándole desde la distancia la sonrisa más hermosa y transparente que jamás había visto, disipando a los demonios; el miedo cedió su paso a la luz…


El empresario estaba entre temeroso y anestesiado con su propia adrenalina: ¿Acaso eran visiones o presagios? Decidió seguir investigando.
A pocos metros de allí, encontró un símbolo que atraía su atención; no podía leerlo ni comprenderlo pero sintió en el fondo de su pecho lo que significaba: LIBERTAD! Sus labios pronunciaron tímidamente esa palabra y como el abracadabra del destino, el signo mágico que posaba sobre aquella isla color tierra comenzó a agrietarse y abrirse.

…Un soldado. Armado, disparando, avanzaba sobre el enemigo que se había parapetado en aquel poblado inmerso en la selva espesa. Sus espaldas se encontraban a salvo. Los proyectiles se desprendían de su fusil como la arena se escurre del puño. El ruido era insoportable y constante hasta que llegó el silencio de los abatidos: absoluto, pesado y entumecido, sólo interrumpido por las lágrimas que alcanzaban el suelo y el grito que expulsó de su garganta: Libertad! La emoción pintaba flores sobre los uniformes camuflados y las armas… Se percibía la conquista de lo justo…

Estaba maravillado y seguía su pesquisa con desenfreno. Necesitaba nutrirse de las historias abandonadas en los cuadros sin autor conocido estampados en las resmas. Ya no le interesaba si el mundo seguía detenido o si había decidido continuar su marcha sin él. Si aquello era la muerte, bienvenida era, pensaba.
Sólo él y aquellas hojas menospreciadas…
Corrió hacia el otro extremo del enorme galpón hasta que encontró aquella mancha que parecía superar el mismísimo tamaño de la página en la que dormía. Miró profundamente, casi quedándose bizco y segundos más tarde las formas comenzaron a danzar con sus ojos saltarines.

…Una mujer conduciendo por un camino boscoso rumbo a la cabaña que recogía su inspiración y el mar amante que la esperaba bravío…

Y más, mucho más…

…Los pinos intrépidos que invadían el cielo y lo recortaban del planeta…

…Los trozos de un collage…

…La escalera de madera empinada subiendo a un ático mágico…

…La fortuna de un jeque árabe preso de la insatisfacción, atiborrado de una abundancia desmedida…

…El niño con su negrura especial y sus dientes constelados, sin alimento ni esperanza…

…Un médico sudando sobre su paciente, devolviéndole la vida, con el estetoscopio colgado brillando como un collar de perlas…

…Una madre con su prole numerosa regocijándose en su orgullo…


Él vivía y revivía esas historias como propias; pequeños recortes de vidas pasadas como harina del presente amasándose en sus manos y el futuro tatuado en su frente, sin pretender del tiempo más de lo que el tiempo pretendía de él.

-El tiempo no es pretencioso- se dijo; -ni las ardillas ni los árboles-

Los camiones conducidos por impacientes transportistas aguardaban el cargamento en la puerta de aquella fábrica humeante. Habían pasado veinte minutos desde su arribo y todavía no habían podido cargar ni una sola caja de papel. Resoplaban enojados y tocaban las bocinas como si el chirrido estruendoso del desaprensivo instrumento fuera a detener su ansiedad.

En medio del concierto de esos agonizantes sonidos agudos y fastidiosos, el portón de hierro del galón central por fin comenzó a abrirse lentamente y en el trasluz incipiente de esa abertura se recortaba la sombra de la silueta del dueño del lugar.
Los choferes respiraron aliviados y caminaron hacia él disparando nerviosos las preguntas esperadas…
-Señor, ¿podemos empezar a cargar que ya venimos demorados?- preguntaron casi en coro los conductores.
-¿Demora?- dijo él entre risas recordando su reflexión sobre el tiempo.
-Señor, por favor… el papel- replicó el dueño de aquél camión que había cruzado el país de este a oeste en busca del cargamento, con cierto nerviosismo.
-¿Qué papel?- preguntó con cierta ingenuidad el industrial papelero
-Vamos, Señor… el cargamento que venimos a buscar… su producción… lo que ud. elabora- dijo otro con disgusto en su voz.
Él, tranquilo y apacible, con un aplomo sereno que transmitía paz respondió:
-Ya no produzco más papel… ahora sólo regalo historias a aquellos dispuestos a escuchar y ver.

El niño que llora

El niño que llora.
Llora y canta.
Canta un llanto.

El llanto de un hombre-niño,
Lágrimas de aromas y sabores de otros tiempos.
La desesperación de sentirse pequeño,
de saberse indefenso.

¿Él?
Hombre rudo, ágil…
Pragmático, decidido…
Exitoso…
Repentinamente inexistente.

Sufrimiento hecho carne,
Ya imperceptible e indispensable.
Dolorosa dependencia.

Miedo fundador,
Con y sin carencias.

Y finalmente el hombre-niño habló,
En franco abandono a su añejo mutismo racional.
Tenía mucho para decir…

“¿Acaso puedo ser este vulnerable niño que vivo con tantos años en mi documento? ¿Es que los hilos de plata han sido en vano? ¿Qué hay más allá? ¿Cúan bajo se puede caer y que tan alto se puede trepar? ¿Viviré mucho más? ¿Será el arrepentimiento mi sepulturero?”
Todas ellas, sin respuestas, son pequeñas puñaladas de sal desafiando mi carne.
La vida me dio una bofetada y no pude responderle.
Temeroso, me paralicé y creí desaparecer.
Necesité irme lejos de todo y de todos. Jamás volver.
Empezar otra vida: nueva y placentera. Vivir en otra casa, en otro lugar, en otro mundo.
Callar para siempre, enmudecer.
Llorar a voluntad y antojadizamente.
Reír de lo que me plazca.
Desaparecer y que nadie lo note… Que no me extrañen. No pertenecer.
No recuerdo si finalmente pude hacerlo o solo lo deseé.
Todo ello sentí o viví en el preciso instante, minúsculo y compacto, en que la palma de la mano de la existencia misma –de todos y de todo- explotó en mi mejilla, calentándola.

Yo que era impermeable,
Como piloto mágico contra las emociones-tempestades.
O al menos lo creía así

Años y añares, construyéndome,
Me desmoroné en segundo con la decadencia de la estatua que deja ver sus grietas.

Desconcierto del alma abatida…
Empellón del toro herido…
Desgarro del espíritu.

Necesitaba un refugio que no sabía como encontrarlo.
Recién nacía a esta nueva realidad y no podía siquiera valerme para satisfacer mis básicas necesidades: procurarme paz para alimentar mi ser, desechar mi odio sin mancharme, limpiar mis manchas para no apestar a maldad. Tampoco sabía como abrigarme y colocarme al reparo de las injusticias.
Así, empapado de temor, caí de rodillas como quien se entrega a su verdugo esperando el fin.
Elongué el cuello casi sintiendo el espasmo helado del arma y de pronto:

Calidez…

Unas manos se posaron sobre mi cabeza.
No quise levantarme ni incorporarme ni enderezarme. Si por fin mi imaginación se volvía mi fiel aliada productora de tibias ilusiones, no quería enterarme tan rápido.
Empezaron a acariciarme y sabían bastante a realidad.
Como pude, levanté los brazos para tocarlas.
La suavidad de la piel que encontré me estremeció hasta las lágrimas. Lloré como niño.
Como niño – adulto.
Lágrimas que curaban mis heridas como mágico cicatrizante.
Seguía con la cabeza a gacha. Tenía miedo.
Recordé la existencia de mis otros sentidos, además del precursor y valiente tacto y la temerosa y escurridiza vista.

Decidí oler. Profundamente, como quien lo hace por primera vez.
Traté de interpretar el aroma, pero no tenía registro.
Antes de caer en recurrente desesperación, me propuse chequear qué sentía en el preciso instante en que respiraba hondo y, otra vez, borbotones de lágrimas me bañaron.
El aroma colmaba de placer todo mi cuerpo que se estremecía casa ininterrumpidamente.

Con el cuerpo purificado y placentera sensación, mis oídos celosos se dignaron escuchar. Creo que hasta mis orejas bailaron al compás de la armonía.

Dulce néctar,
a eso sabía el ambiente.

Bailando, escuché, probé, olí, toqué…
Pero seguía sin ver. Mi cabeza continuaba pendiendo del cuello como un dije corredizo.
¿Levantarla? ¿Para ver qué? ¿Desaparición del sublime momento?
Al sentir que un dejo de malestar quería volver a apropiarse de mí, deseché los cuestionamientos y en formal acto heroico erguí mi cabeza de golpe, con la entereza de un guerrero.
Mis ojos, nublados, aún no podían ver que las lágrimas seguían brotando de ellos; pero ya no importaba ver sino sentir que el miedo se hagía esfumado como vapor del pasado…

Gracias a las lágrimas,
A estas nuevas lágrimas del desvelo por querer vivir eternamente despierto luego de haber dormido tanto.
Nobles gotas como sustancia que nutre sueños,
Esos que siempre tuve y que hoy despiertan y me mecen en tierna cuna.
Y me lamen el alma con dulzura de una mascota…

Levantan mis alas… Seducen mi piel…
Espantan malvados y,
crían este nuevo ser.