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lunes, 3 de mayo de 2010

Los ojos de María

Uno empieza a parecerse a su alma.
Yo empiezo a parecerme a mi alma, vos a la tuya y ella a la suya.

María había salido al mundo, aquel día como cualquier otro, con una tristeza insípida y deshidratada clavada en la garganta. No estaba segura si se trataba de un mal sueño olvidado o algo que había pasado realmente, de esas cosas que la automaticidad de lo cotidiano no registra.
Empezó así a revisar su semana, su mes, su año, su vida, como quien busca monedas en un bolso repleto.
Era, tal vez, la menor de tres hermanas y su vida había sido, hasta entonces bastante lineal. Buena estudiante, buena hija, buena esposa, buena madre; no tenía, digamos, ningún “regular” ni tampoco “excelentes”.
Había estado caminando por la vida por el sendero pequeño que la recorría de costado, como espectadora de sí misma. Todo fue sucediendo, se dice tal vez, producto de la inercia del devenir de los días. Por momentos creía que no había tenido especial intervención en ninguno de los eventos que se le colaban ahora, caprichosos, en su memoria intermitente; o al menos eso contaban las arrugas que besaban sus ojos y el entrecejo constipado.
Recordó de pronto aquel fuego volcánico que tiempo atrás supo quemarla por dentro y por eso se estremeció refregándose los brazos por encima de su piloto gris.
Cuánto hacía que no sentía pasión por vivir!

Todos “vivimos”, de alguna u otra manera: respiramos, caminamos, nos relacionamos… pero la pasión por la vida es otra cosa, patrimonio de algunos pocos. María no era precisamente un ejemplo de esa minoría; nunca pudo esculpir su vida con ese fuego interno sino que apenas se animó a dar pinceladas lánguidas con alguna pintura mate, casi translúcida.

“Pasión por la vida”. Disfrutar cada segundo como la última cucharada de dulce de leche que nos regala un pote, agazapados en la oscuridad de la cocina, de madrugada, alumbrándonos con la tenue luz que se cuela por la pequeña abertura de la heladera. Hablo de eso, de fuego, de alma.
De intentarlo o morir en el intento.

Quiero intentarlo.
Enamorarme de los segundos como de las gotas de lluvia de un verano seco.
Es posible.
Lo que María sueña y ella, yo y algunos más buscamos, existe.
Vivir libre e intensamente como si esta vida fuera la única, “fingiendo” que no tenemos varias vidas como un gato. Porque así somos… sabiendo que no existe bis, no podemos con ella.

María cree –posiblemente está convencida- que está anestesiada. Que su cuerpo no le pertenece más, que perdió su control hace años, que él se mueve en forma autónoma, en automático, entrenado para no gozar. Armado con hostilidad y fastidio. Despotricante compulsivo.
Y ella, chiquita, acurrucada en un rincón de su alma, inmóvil, aterrada… mira y mira a todos pasar y sufre en silencio o cree que sufre porque no siente dolor (recordemos que está anestesiada).
Pero así y todo se pregunta por qué.
Y me pregunta a mí sin esbozar palabra, con una mirada húmeda y desesperada. Y yo tengo ganas de decirle “anímate mujer, vive, eres tú la protagonista de tu vida” pero no la conozco y entonces la dejo pasar con esos ojos que no olvido.

¿Cuántos ojos de angustia como los de María conozco? Tantos. Tantas almas cautivas, viejas pendencieras devenidas en inválidas, mudas, sordas. Ciegas también.

Y uno empieza a parecerse a su alma.

Y todos caminamos distraídos por las calles repletas de gente y nos ignoramos hasta que encontramos, recortados en una esquina, ojos como los de María que quedan tatuados en la memoria como abrojos prendidos en las medias de un niño que juega descalzo en una cancha de fútbol despoblada, sin jugadores ni hinchada.

Los ojos de María me recuerdan a los míos y muero de ganas, entonces, por liberar el alma y rápido me convenzo que es una quimera y me frustro y recuerdo a María y quiero rescatarnos, delineándose así mi misión como si se tratara de una solidaridad heredada, implícita en el género, incuestionable, inaccesible.

Así, errante guerrera, camino la vida.
Aguerrida, batallada.
Con 32 otoños en mi haber, los ojos de María en mi estandarte y las ganas contenidas en la garganta.

Grito, zapateo… gano, pierdo.

No hay meta, sólo camino infinito que no se detiene ni por mi cuerpo; sigo más allá, trascendiéndolo y cuando vuelvo a él me siento presa.
Cautiva detrás de los ojos de María que son cárcel como los míos y los de todos.
Recuerdo a tantos gritando por libertad enredados en las líneas extensas de los libros de historia, ignorando sus limitaciones y sus pretendidas falsas conquistas.
Así, vuelo con mi imaginación para liberar el alma, alto, muy alto. Puedo entonces nadar sin recuperar el aliento; no necesito dormir ni dar largos testimonios ni reivindicarme.
Simplemente vuelo y bailo con otros en el aire… somos libres y los ojos de María se vuelven un sutil recuerdo poco nítido hasta que otra vez me topo con ellos y me encarcelan, me subyugan, me envenenan…
Ojos húmedos y constelados como una noche infinita, entonces vuelvo a mi cárcel como todos. Como todos.
Como todos.

De pronto María me habla y me dice: “¿Me da permiso, por favor?” Y yo no sé que hacer! Nunca antes un carcelero me había pedido permiso. A los segundos (más de los esperados en una situación así) los ojos de María se tornan desconfiados, inquisidores, malhablados. Ella no pronuncia palabra pero su cuerpo y sus ojos (especialmente sus ojos) me empujan para pasar a pesar de mi falta de respuesta.
Y yo (cautiva por la inactividad de mi cuerpo) murmuro “Disculpe” y ella pasa, mirándome inexpresiva ahora, sin tomar mis disculpas, dejándolas tiradas en la esquina, junto a un charco de agua sucia.

María se va.
Yo me quedo… con mis disculpas, el agua sucia y mi alma presa.