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martes, 30 de noviembre de 2010

Una mujer, un camino y un sombrero...

Aquí estoy para hacer eso que quiero hacer –pensaba Clara una y otra vez desde aquella ventanilla salpicada por una típica llovizna primaveral de gotas gruesas y roncas-
El micro de la plataforma que estaba al lado salía lentamente, despidiéndose de la estación y ella no pudo evitar pensar lo tristes que eran aquellos lugares colmados de “adioses” y lágrimas agridulces.

La luna del amanecer, adolescente e insensata, parecía una perla brillante camuflada en un estuche de terciopelo gris.
El movimiento abrupto de la marcha del colectivo la sobresaltó y al unísono la esperanza le punzó el estómago, haciéndola temblar.

Tal vez pudiera volver a empezar…
Barajar y dar de nuevo… de eso se trata la vida.

El pasaje con la punta recortada estaba en su bolso de mano, perdido entre las últimas cosas que arrancó de su departamento y no entraron en la valija.
Su computadora portátil, en su falda, encendida, instándola.
No podía conciliar una sola línea desde hacía semanas, meses…

La decisión de mudarse a aquel pueblo tranquilo y despoblado no había sido fácil pero sí repentina. Desde mucho tiempo atrás había necesitado alejarse, moverse, encontrar perspectiva pero durante mucho tiempo había estado sumergido en una inercia somnolienta e infeliz hasta que un día, de repente y en el medio de una urbe intoxicada de ansiedad y malos tratos, sacó un pasaje hacia un lugar que solo conocía de nombre y alguna que otra referencia.

De pronto se sintió muy cansada. Un sueño indomable colmó sus párpados y tuvo que entregarse a él ni bien su transporte tomó la ruta.
La acunaron unos segundos el movimiento tambaleante del colectivo y los olores que desde el campo se filtraban por el aire acondicionado.
Cuando dejó de llover ya no estaba despierta.
Aún cuando sintió el frío y el desamparo de no tener quien la cubra con la campera, no pudo despertarse.
Así, de manera intermitente, comenzó a soñar y los sueños se apelotonaron uno detrás de otro en su inconciente como fanáticos en la puerta de un estadio.

Llaves y cerrojos… abrir y cerrar… Una cerradura se reiteraba en flashes de luz blanquecina e incandescente… La frecuencia incansable de los resplandores sin que la puerta se abra… ruido de cadenas y cerrojos… Desesperación por abrir y a la vez lentitud, falta de fuerza, manos torpes…

Despertó de un cabezazo cuando se detuvieron en el peaje. A su alrededor nadie parecía haber notado su arrebato. Cada uno en lo suyo… “A cada uno lo suyo”, recordó vagamente esa definición de justicia distributiva aprendida en una clase perdida de filosofía del derecho en la facultad.
Nadie dejó de hacer lo que venía haciendo y eso la alivió porque necesitaba el anonimato de la indiferencia.

Respiró hondo y cerró los ojos. Tal vez entonces pudiera conciliar un sueño más calmo, más reconfortante, diferente a los que, desesperantes y sinsentido, se habían apoderado de sus noches y sus siestas, últimamente.

Había dejado todo atrás: cerró sus cuentas, embaló sus muebles, rescindió el contrato de alquiler, juntó sus cosas… cuántas cosas y a la vez tan poco.
No dejar rastro ni deudas. Nadie correría tras ella, nadie la extrañaría demasiado.

Abrió sus ojos resignada. Su frecuente dolor de cabeza había empezado a treparle por la espalda hasta ceñirse de sus sienes con furia.
Trató de elongar su cuello a sabiendas de que no se aliviaría, con un esfuerzo repetido e inventado para confortar sus músculos faltos de movimiento, y fue entonces cuando lo descubrió.

Aquel sombrero de ala ancha que sobresalía del respaldo de la butaca, cinco asientos más adelante –lo contó dos veces para estar segura y luego se sonrojó por la inutilidad del dato- Recordó entonces pesadamente la cantidad de cosas que había tirado para aligerar la mudanza; cosas colectadas y atesoradas sin sentido que jamás servirían para nada.
Volvió al sombrero: llamativo, enigmático, coronando una cabeza quieta pero notablemente despierta. La curiosidad la invadió quitándole protagonismo a la jaqueca pero sintió una inmediata frustración al no encontrar una excusa lógica para caminar pasillo arriba en el micro.
¿Cuánto faltaría para la próxima parada?

Tomó su notebook y comenzó a dibujar algunas líneas, las primeras después de tanto tiempo.
Millones de hipótesis alimentaron su fantasía…
Tal vez en algún aeropuerto privado un avión esté esperando al misterioso espía que despista a sus persecutores viajando por tierra. Tal vez sólo es un amante herido de otra época, errante y atascado en estos tiempos…

Sintió nuevamente cómo el cansancio le punzaba la frente.
Reclinó su asiento.
Esta vez el sueño fue profundo. Su corazón latía suavemente acompasado con una respiración tranquila: no había pesadillas en la mira…


La intensa luz del mediodía le calentó los párpados y despertó aclarando la mirada, pestañeando lentamente, con los ojos perezosos.
El colectivo estaba totalmente detenido y los pasajeros lo estaban desalojando ansiosos: era la parada de mitad de viaje en una estación perdida en el medio del universo; pudo ver como un brote de pasajeros, correteando de un lado a otro de la vereda alta y antigua del lugar, hacían trasbordo y estiraban sus piernas.

Recordó el sombrero de ala ancha y se levantó bruscamente. Ya no estaba.
Agrupó sus pertenencias y corrió como pudo por el pasillito estrecho del vehículo hasta el asiento dónde horas atrás lo había visto.
El sombrero estaba apoyado, sólo, en la butaca.

Ya nadie quedaba allí…

Recorrió entonces, apesadumbrada, lo que restaba del estrecho corredor hasta la puerta, bajó del ómnibus. El sol secaba lentamente la humedad nutricia y fresca del ambiente.
Caminaba apaciblemente hasta el bar del parador –necesitaba un café- cuando sintió los pasos inquietos de alguien a su espalda, como queriendo alcanzarla. Se dio vuelta y vio al chofer con el sombrero en la mano…

-Señora, no se olvide su sombrero- dijo el muchacho extendiendo la mano, acercándoselo.
Quiso contestar que no era suyo, que tendría que vivir con la intriga de desconocer a su interesante dueño pero el joven no le dio tiempo: dejó el sombrero en sus manos junto a un vaivén de explicaciones innecesarias acerca del triste destino de los objetos perdidos en la compañía de larga distancia y se fue.

Ahora era suyo.

Con una sonrisa liviana se sentó en una mesita alejada de aquél bar antiguo, a la vera de un café cargado y junto a su nuevo sombrero, encendió su computadora y comenzó a escribir.

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