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martes, 12 de julio de 2011

Las manos de María y las lilas del alma

Lilas. Hermoso crisol.
El color que deslumbra mis sentidos.
Lila y Violeta.
Azules.
Color de piedra preciosa.
De gema, de mil brillos.

Los lilas tiñen tejados y los sueños bostezan al caer la tarde porque allí despiertan y se disfrazan con galas; salen a conquistar soñadores y se aquerencian en sus almas para no irse jamás.
Pueblo de sueños rotos y tejados rojizos: ¿que quieres de mí?!


El muelle aloja a los pescadores recién llegados, uno a uno, como una madre a su niño en su falda.
Brillan las pupilas de los enamorados, arden las alianzas de las viudas que añoran a sus náufragos, queman en la piel las promesas inconclusas.
Las manos de María trabajan en el pan mientras un par de niños, aferrados a su delantal, jalan de su paciencia.

-No teman –les dice- La noche no sabe tanto de monstruos como de estrellas. El sol volverá mañana –agrega-

Uno de ellos persiste ceñido como si el delantal de su madre fuese una capa invisible que lo ayuda a desaparecer del mundo que lo intimida.

La niña, con más arrojo, se sube a un taburete para alcanzar los ojos de María y poder mirarlos profundamente, como buceando en ellos con los suyos, de un infinito verde pantano.

Agita las pestañas advirtiendo que va a increparla y por fin dice:

-Dime mamá, ¿por qué entonces los fantasmas se pasean por las noches más oscuras como “Pancho por su casa”? ¿Cómo hago para no temerle a los ruidos cuándo no puedo ver de donde vienen?

María sonrió con infinita ternura como besándole con la mirada las mejillas regordetas y coloradas por el calor que emanaba del horno de barro. Tratando de apaciguar las ansias de la niña, le dijo:

-Es que estás mirando con los ojos equivocados, Lila. Debes mirar a la noche con los ojos del alma y así ningún fantasma podrá disfrazarse de grillo. Ninguno osará engañarte porque la mirada del alma enternece a las ánimas y las conduce a la luz, guiadas por ángeles.

La niña quedó en silencio. Su pequeña ceja se erguía con una pizca de desconfianza pero la respuesta casi la convencía y no merecía ningún comentario apresurado. Además, su madre lo sabía todo y nunca le había mentido, pensó. Tal vez si se esforzara, esa noche podría mirar la negrura de su manto con los ojos del alma y entonces… de repente, no supo dónde encontrarlos y presurosa, mientras su madre ya dejaba reposar la masa, le preguntó:

-¿Cómo abro los ojos del alma, mamá?

María, que cargaba al niño en brazos para calmarlo, sintió el cansancio punzándole la cintura y se encontró muy sola. Como soltando un suspiro infinito respondió:

-Sólo tú puedes sentir tus propios ojitos, bien cerca del corazón. Se abren con los lindos pensamientos.

Lila entendió el fastidio de su madre aún cuando ella nunca dejó de hablarle amablemente. Decidió entonces dejar de preguntarle; ya tenía mucho para pensar.
Salió a la galería. El frío soplaba desde el mar y el aire se sentía húmedo, rebosante de diminutas gotas que se derretían con el calor de su piel tersa y nueva.
Los grillos le daban un concierto a la luna y las estrellas bailaban, divertidas y regordetas.
Don Nicanor juntaba algo de leña bosque adentro y Doña Juana estaba fumando su enorme pipa en el banco de madera a la vera de un pino viejo.
Todo la maravillaba aquella noche.
Los jirones de humo que salían de las chimeneas ya no eran monstruos feroces sino manos gentiles acariciando el cielo.
De pronto entendió lo que su madre le había dicho: nunca antes había encontrado tanta belleza en aquel paisaje tan ordinario y familiar. Siempre había temido estar sola en la galería.
El hacha de Don Nicanor ya no parecía tan feroz y las arrugas de Doña Juana jamás le habían causado tanta ternura como ahora.
Supo de inmediato que estaba mirando a través de los ojos del alma y pudo sentir muy cerca de su corazón las cosquillas de sus pestañas.

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