Bestial, gigante.
Solo, en el bullicio de flashes e ignorantes. Quieto en el grito desgarrador de sus manos idas en vicio.
Su angustia me asfixia, me corroe, me desvela.
¡Cuánto dolor albergan sus hojas de otoño!. Tantas historias de sangre y lágrimas regaron sus pezuñas de madera incrustadas en la tierra.
Se sabe grande y perpetuo y está enfermo. ¿Muere?
Allí donde se marchitan sus caprichos y sobre usted hablan folletos de poemas lejanos; allí muere.
Muere cuando sus ramas reflejan los gritos de almas viejas; sordas, pendencieras.
Y vive allí mismo, allí donde muere.
Y yo que busco ser mi brote nuevo y quiero el verdor naciendo en el horizonte, salpicándome la cara con la sabia materna.
Aún a ciegas en la niebla quieta y mezquina, ése es mi deseo. Borracha por la humedad del aire, recojo de a uno los suspiros que me empujan a la vida y me alejan de usted. Y yo acepto, complacida.
Me voy, algarrobo perenne. Adiós, lo dejo solo y no lo siento. No le pertenezco.
Ya aprendí el oficio del aviador alado y voy a tragar el viento huracanado que quiera guiarme. Remontaré una nube y beberé mil manantiales.
A esto que sabe a despedida y huele a cascada, se lo regalo. A cambio, mi libertad que me llevo sin permiso.
Recuerde que usted me llamó chiflando con la brisa y yo me voy tarareando sus notas.
Adiós Don Árbol, hasta luego; espero sólo verlo montado en mis sueños y no tocar su angustia ni lavar sus trapos viejos.
Quédese con las almitas de otros tiempos, retoños de otro momento; como cobija del bosque para las manitas de sal de los sapos de otro pozo que a su lecho llegaron, cansados y deseosos.
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